viernes, 26 de mayo de 2017

LA LEYENDA DE MALA VISIÓN

Llevaban más de tres años conviviendo en matrimonio. Habían sido felices en los primeros tiempos, pero el monstruo de los celos les había arrebatado la risa. La mujer con sus sospechas fue empujando a su marido hacia la infidelidad y éste, cansado de los reproches que recibía en su casa, optó por buscar consuelo en otros brazos. El hecho de celar sin motivo terminó por producir lo que se temía. El hombre, a pesar de su infidelidad, seguía viviendo con su mujer. Pero la mujer ya no vivía para construir una familia sino para destruir el matrimonio.

** Cada paso que daba tenía siempre un propósito destructivo. Se pasaba la vida pensando en cómo hacer caer a su marido en las trampas que a menudo le tendía. Sus pensamientos fueron cayendo en la locura hasta que un día la idea terrible ardió en su mente enferma. “Y si alguien me pregunta por él, le diré que se fue con otra", se decía la mujer en plena efervescencia de sus macabras ideas.
** No tenían hijos así que eso le evitaba cualquier inconveniente.
** No habría testigos.
** Una noche la mujer esperó pacientemente a su marido. En el lugar de la cama donde ella debía estar acostada acomodó unas viejas cobijas que formaron un bulto parecido a su cuerpo y con un garrote bien pesado se sentó a esperar a su marido. Lo esperaba como esperan los sabuesos que han rodeado a su presa: tranquilamente, sin apuros.
** Cuando el hombre llegó, la mujer no tuvo inconvenientes con su plan. Lo recibió con un terrible garrotazo en la cabeza. Crujieron los huesos y el hombre se despidió de la vida. La mujer, por las dudas, arremetió con su primitiva arma y le dio unos cuántos golpes más impulsados por la fuerza del odio que había alimentado durante tanto tiempo. Arrastró el cadáver del hombre hasta una carretilla, lo cargó y en medio de la oscuridad de la noche lo llevó hasta una cueva alejada de su casa. Allí, en el fondo de la gruta, volcó el cuerpo sin vida y cubriéndolo con ramas secas le prendió fuego.
** Aún se tomó el trabajo, la mujer, de borrar las huellas de la carretilla. Hizo todo esto con gran paciencia y nadie la vio. El crimen había resultado perfecto. Su rostro ahora se veía distendido, casi feliz. Cuando, en los días siguientes sus vecinos preguntaron por el marido, ella contestaba alegremente: "Terminó yéndose ese sinvergüenza, con alguna loca por ahí".
** La mujer no esperaba lo que iba a suceder.
** Una semana después que el marido ardiera en la gruta, la noche se presentó tormentosa. Negras las nubes se podían divisar cada vez que los relámpagos iluminaban la escena. La mujer, tarareando una canción, preparaba la cena. Siempre había tenido la costumbre de cantar mientras hacía las labores. Un ventarrón violento y repentino vino a incomodar su paz. Saltaron los vidrios de la ventana. La mujer se dio vuelta asustada y vio suspendido en el aire el cuerpo de su marido, echando chispas, cubierto de brasas. Un aullido espeluznante se escuchó y la mujer cayó muerta de espanto en el acto.
** El alma en pena del marido muerto había regresado al hogar.
** Un gran incendio se desató más tarde en aquella casa y nadie supo lo que había sucedido. Sólo encontraron el cuerpo sin vida de la mujer. Pero el alma de aquel hombre, que también tenía su culpa aún vaga por los caminos y cuando ve viajeros solitarios o desprevenidos, suele lanzar sus aullidos. Si alguno responde a sus gritos, entonces se presenta y con su imagen terrorífica, lanzando chispas enloquece o mata.

miércoles, 24 de mayo de 2017

LA LEYENDA DE KARÃU

La tarde iba preparándose para el sueño, dejaba tras de sí los multicolores vestidos de fiesta que había llevado durante el día. Como siempre, rumores de aves en retirada completaban la cercanía de la noche. La gran dama de negro preparaba las lentejuelas del universo para pasearse a sus anchas. La luna era en ese momento apenas un hilo de plata, una pulsera finísima tejida con la luz del sol, elevándose desde la otra orilla del río.
Frío.
Agosto reina.
Hoy las rosadas mieses florales de los tajy han estallado, pero bajo el hermoso manto de flores aletean las oscuras sombras del más allá. Aletean en torno del joven indio que se prepara para la gran ceremonia. Aletean en torno de la anciana que se prepara para la otra vida. Aletean en torno de la choza y de los árboles y de las flores y de las estrellas, que rodean la fuerza del joven y la agonía de la anciana.
La anciana clama por el hijo que en ese momento no tiene oídos para su madre.
El joven guerrero escucha ahora tan sólo los latidos de su deseo. Presiente el encuentro amoroso. Lo avizora en los tambores que resuenan en la noche recién nacida, en los ruidos de los animales que se deslizan en busca de sus presas, en el zumbido apenas audible de las flores que se fecundan unas a otras. El joven guerrero no tiene oídos para el clamor de su madre. Y su madre está muriendo.
El médico de la aldea sujeta las manos de la anciana entre las suyas y cierra los ojos para no ver a los enviados del más allá que vienen a llevársela.
El hijo se aferra a su bastón emplumado y parte, dejando atrás la choza donde vive. Aún existe un instante en el que duda y se detiene. Las estrellas lo miran esperanzadas, las flores de los lapachos gritan: ¡vuelve junto a tu madre! El joven guerrero gira su altiva cabeza y mira en dirección de la choza que acaba de abandonar. Su madre clama: vuelve, hijo mío, sólo quiero despedirme. Pero el hijo no la ha escuchado. Cegado por la pasión de su juventud, retoma el camino y las estrellas dejan caer lágrimas celestiales.
Ahora los pasos del joven son firmes.
A medida que avanza, la noche se cierra sobre él y los tambores acercan sonidos cada vez más potentes. En la planta de sus pies descalzos, Karãu siente el pulso de la tierra latir al unísono con su pecho. Los perfumes del fuego comienzan a llegar hasta su piel e inician el proceso de enardecer a cada uno de sus músculos. Su mirada se enciende cuando llega al círculo en el que la tribu danza sus sueños.
Orgulloso de sus prendas, orgulloso de su cuerpo, Karãu se hace un lugar en el círculo de fuego, se apoya en su bastón emplumado y con su mirada lanza-relámpagos comienza a buscar entre las jóvenes más bellas a aquella que lo ha estado llamando sin saberlo.
¡Ahí está!
La mirada de aquella mujer ha cruzado, por un instante brevísimo sus brillos de río con la mirada del vanidoso guerrero. Lo ha enceguecido, lo impulsa a la conquista. Esquiva, la joven desaparece de inmediato en el racimo de hembras teñidas de fuego.
Karãu duda. Ha sido como una aparición que ahora vuelve para hacerse ver tan sólo por un momento. El guerrero sale del círculo y camina con firmeza por el exterior de ese pequeño sol tribal que forman los indios en su fiesta de la Luna Nueva. Camina sigiloso como el jaguarete sobre las ramas de los árboles. Sus ojos, su piel, sus pasos, todo él ruge cada vez que la aparición juega a incitarlo. De pronto, lo que parecía una aparición está ante la vista de todos. ¿Ha dado un salto, o simplemente la magia de su belleza extrema la ha puesto allí, junto al fuego? Karãu se detiene y entra en el círculo. Sólo el fuego los separa. Sólo el fuego los une. Cualquier otro se quemaría. Ellos, en cambio, están allí como si estuvieran en su ámbito más natural.
Sus cuerpos hacen el fuego.
¿Quién cazará a quién?
Es la mujer vestida de llamas la que inicia el movimiento, y los tambores, que se habían callado para escuchar el crepitar de esas llamas, inician un tan-tan cada vez más intenso. Karãu se mueve en sentido contrario, no dejará que los papeles se inviertan. Él quiere ser el cazador y va al encuentro de la joven por el lado opuesto. Le da alcance y rodea la pequeña cintura de la joven con su brazo derecho. Ella echa sus brazos al cuello del joven y él la desprende del piso como arrancando una planta exótica de la orilla del río. Ahora danzan.
Todas las cosas giran a alta velocidad.
Las manos en los tambores. Los pies de Karãu y la joven. Sus cuerpos. El fuego. Las estrellas. La finísima curva de la luna. El círculo de la tribu. Todas las cosas giran a alta velocidad. Se desen frenan. El alma. Los corazones. La cárne. Los pensamientos. La pasión. Una sombra sola está quieta en medio de la alocada carrera.
Una sombra a espaldas de Karãu.
Tu madre ha muerto dice la sombra, y los tambores callan. Enmudece el aire de la noche y todo lo que giraba abandona su impulso y se deja ir en un último movimiento que ya no atiende al movimiento.. .
Tu madre ha muerto, repite ahora en medio del silencio la sombra quieta.
No molestes, viejo. Ahora no es momento. Ahora no es tiempo de llorar.
Karãu, teñidas sus palabras por el fragor sensual del momento, no comprende que su madre ha muerto. La tribu en pleno no comprende el desamor de Karãu y, sintiéndose culpables, cada uno de los presentes, esconde su mirada en el piso de tierra. Las llamas retroceden, ceden en la hoguera dejando paso al reinado de las cenizas. La joven, objeto del deseo desenfrenado de Karãu, escapa hacia el bosque. Karãu olvida la fiesta, a su madre muerta, al viejo médico que le ha dado aviso, y corre tras ella. La persecución ya no es simbólica sino real: el jaguarete persigue a la hermosa gacela.
Karãu huele en el aire el perfume de la joven y entra en el bosque. Como si fuera una premonición, la estela de flores de tajy que va dejando tras sus largas zancadas, se deshace y las flores, antes perfumadas, caen marchitas y con un hedor de muerto. Karãu se interna en el monte que cada vez se hace más y más espeso. Cae repetidas veces enredado entre las lianas que ahora proliferan por doquier. Ya no hay flores ni suaves fragancias, todo es oscuridad impenetrable. El suelo que pisa es un barro pegajoso.
Un crujido, el canto de un ave, un movimiento de hojas y Karãu cambia de rumbo.
Ya no sabrá regresar.
El cielo ahora ausente, lo sabe, pero Karãu ya no puede ver el cielo, sólo un cerrado techo de hojas que le impiden la orientación. Como si fuera un canto de sirenas, cualquier ruido lo atrae. Karãu piensa solamente en la bella joven que ha escapado de sus brazos.
Karãu es ahora otro hombre. El deseo se ha transformado en obsesión primero y en desesperación después. Ha perdido su preciado bastón emplumado. Su cuerpo arañado por la vegetación presenta rastros de sangre. Su rostro se ha hinchado producto de las picaduras de los insectos. Su temple es ahora obstinación.
Toda la noche tras un imposible.
Karãu sale ahora a un claro, ve un cielo bajo y cerrado por nubes oscuras. Nuevas esperanzas le trae el pantano neblinoso que tiene frente a sí. Avanza. Las pestilentes aguas hasta la cintura.
Apariciones entre la niebla.
Ve a la joven que se aleja caminando suavemente sobre el inmundo lodazal. Ve a la madre muerta que asoma entre las aguas y se hunde nuevamente. Escucha sus gritos: ¡Sálvame, hijo! ¡Sálvame, por favor! Una y otra vez la bella joven y la madre muerta aparecen y desaparecen ante los azorados ojos de Karãu. Una y otra vez Karãu intenta alcanzar a las mujeres con su voz, pero de su garganta no sale un solo sonido. El agua ahora le llega al cuello y sin embargo Karãu sigue avanzando.
Ya no hace pie.
Karãu se hunde y vuelve a salir a flote en el pantano.
Ya no es un hombre.
Apenas una masa informe entre el barro.
De pronto un grito lastimero alza su cuerpo flaco y de entre los pajonales un ave negra extiende sus alas y se pierde entre la niebla. Un ave condenada a vagar en los pantanos. El cuerpo del color del barro. El grito del color del arrepentimiento tardío.
Un ave triste: el karãu.

sábado, 20 de mayo de 2017

Leyenda del Salto Encantado


Cuenta la leyenda que en la selva de misiones vivían dos tribus enemigas. El cacique de una era Aguará y de la otra Jurumí. Aguara tenia una bellísima hija Yete-í. Era pretendida esposa por todos quienes la conocían y muchos caciques de la región ofrecían inmensas riquezas por su mano. 

Jurumí el feroz enemigo, tenia un hijo Cabure-í este era famoso por su valentía y destreza en la guerra y en la caza. 
Quiso el destino que ambos jóvenes se conocieran un día en estas cirscuntancias: 
Cabure-í Recorria la selva en busca de caza cuando fue atraído por el grito de terror de una joven, corrió hacia allí y en un claro del Monte vio la hermosísima Yete-í a quien no conocía a punto atacada por un yaguareté . Cabure-í clavo su lanza con certeza en el corazón del animal , su sapucay triunfal anuncio la muerte de la fiera. 
El amor entre los jóvenes nació en ese momento como por un mágico encantamiento. 
Pero... ¡Oh Dolor! Cuando se enteraron quienes eran. 
Sus tribus no admitieron este amor y volvieron a luchar sangrientamente. 
Yete-í corrió hacia el campo de combate derramando lagrimas de angustia que al tocar el suelo iban formando un cristalino Hilo de Agua. 
Cuando Cabure-í lo vio en lo alto de una loma, corrió hacia ella y la tomo en sus brazos. 
Los guerreros de Aguará dispararon sus flechas hacia Cabure-í y los de Jurumí hacia Yete-í 
En ese instante truenos ensordecedores hicieron temblar el cielo y la tierra. 
El suelo se abrió como para cobijar a los enamorados muertos, y en ese lugar los asombrados combatientes vieron caer las aguas del arroyo formado por lagrimas de Yete-í. 
Tupa con su poder sobre todas las cosas había creado el "Salto Encantado". En recuerdo de los hijos que se amaron Jurumí y Aguará no volvieron a luchar. 

miércoles, 10 de mayo de 2017

El e-yara

El padre de las aguas de los aborígenes guaraníes del Paraguay, se trata de un flamenco de plumas color rojo sangre que aparece repentinamente en los numerosos ríos y lagunas de la región.
Su aspecto es majestuoso, y es fama que quienes lo ven quedan encandilados por su belleza. Hay quienes aseguran que es posible oírlo cantar con voz armoniosa y agradabilísima, lo que refuerza su poder de encantamiento. Tiene preferencia por las jóvenes agraciadas, a quienes seduce con su plumaje rojizo y su voz dulzona, acercándose a ellas mientras lo contemplan.
Cuando se encuentra lo suficientemente próximo, el e-yara utiliza sus dotes de brujería y reduce a las jóvenes a un tamaño diminuto, atrapándolas dentro de su pico y llevándoselas consigo a su guarida, la que se ubica en las zonas impenetrables de los esteros y lagunas. Por supuesto, ninguna de las infortunadas víctimas del rapto es vuelta a ver jamás.

domingo, 7 de mayo de 2017

Moñái


Este ser tenía el cuerpo de una enorme serpiente con dos cuernos rectos e iridiscentes que funcionan como antenas. 

Sus dominios son los campos abiertos. Puede subir a los árboles con gran facilidad y se descuelga de ellos para cazar a las aves con las que se alimenta y a quienes domina con el hipnótico poder de sus antenas. Es por ello que también se dice que es el señor del aire. 

Moñái era aficionado al robo y ocultaba todos las productos de sus fechorías en una cueva. Los continuos robos y saqueo de las aldeas provocaban gran discordia entre la gente que se acusaba mutuamente por los robos y las misteriosas "desapariciones" de sus pertenencias. 

Reunidos en una asamblea deciden que poner fin a las fechorías de Moñái y sus hermanos. La hermosa doncella Porasy se ofrece a llevar a cabo dicha misión. Para ello convence a Moñái de que se ha enamorado de él y que antes de celebrar sus nupcias quiere conocer a sus hermanos. 

Moñái la deja al cuidado de Teyú Yaguá y parte a buscar al resto de sus hermanos: Mbói Tu'i, Yasi Yateré, Kurupí, Luisón y Ao Ao. Cuando por fin los trae consigo, comienzan los rituales de la boda. La caña circula entre los hermanos a raudales. Pronto éstos están completamente ebrios. En ese momento Porasy trata de ganar la salida de la cueva que estaba tapiada con una enorme piedra. 

Moñái advierte el movimiento y saliendo de la penumbra envuelve con su cuerpo de serpiente el cuerpo de la doncella tirándola nuevamente al fondo de la caverna. Porasy alcanza a dar la voz de alarma a su gente que la estaba esperando afuera y sabiéndose perdida les ordena que quemen la cueva, aún con ella adentro. 

En recompensa al sacrificio de Porasy, los dioses elevan su alma convertida en un punto de luz pequeño pero intenso. Desde entonces los dioses destinan al espíritu de Porasy de alumbrar la aurora. 

Clave Dicotomica